domingo, 19 de septiembre de 2010

El olor a pantano de un vals.

Se oye desde la ventana abierta la música de un hombre al piano y el aire se torna denso y oscuro como una mancha de petróleo. Una mancha con cuerpo de arlequín somnoliento y pesaroso sembrado con desdén de frutos venenosos pero apetecibles a la vista.

Dentro de la sala se distinguen dos figuras unidas por un vals bailado a destiempo, con profunda torpeza y más de un pisotón doloroso y punzante. Empieza así una muerte llena de sonrisas y olor a alcohol de taberna con testigos curiosos que miran por la ventana entre susurros, risas y juicios, descorteses, amigables, traidores.

Los pasos de ella  simulan el movimiento de un velo de seda acariciado por el viento en un día gris. Suaves como unos labios. Los de él son graves, rápidos, arcaicos. La mece en el aire, la acuesta, la huele, la mira de cerca le dice "eres mía" y ella sonríe de tristeza y se ata los grilletes al son de la música que danzan y siente que se desprende de su propia piel despacito, con los ojos cerrados y todos los sentidos en silenciosa alerta, agudizados en secreto. Se sabe débil y miente.

De pronto la música no viene de un piano, sino de una pequeña cajita de música con una bailarina atrapada condenada a bailar sobre sí misma eternamente.

Llegó el momento y se palpa ya el sabor ácido, trágico de la absorbencia y la soledad rústica


La Bella cierra los ojos y se deja devorar por El  Bestia, abnegada, muy mujer y poco señora. El Bestia, rudo, clava su dentadura y la orina para marcar territorio para impedir pequeñas catas de traseros del vecindario.

Qué romántico.

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