miércoles, 22 de septiembre de 2010

Se empeña en hacer callar las preguntas, los matices, el murmullo de ojalás

Llegó allí siguiendo a roedores con chistera y reloj con pasos apresurados y huidizos, vistiéndose de olor a mar y a subterráneos polvorientos que le provocaban picor de nariz y estornudos graves y ruidosos. Demasiado.

Las mujeres lucían vestidos pomposos llenos de revuelos y costuras de tonos pastel en las mangas los festivos, y era entonces cuando simulaban una pasarela de gaviotas tridáctilas hirientes y pícaras a escondidas para con las camaradas, tímidas y domesticadas en público, serviciales en la cama y la cocina en la intimidad. Sometidas al macho sin que fuese evidente.

Ella no era cándida y sumisa, no era de las que se ruborizaba y colocaba los brazos en cruz con la cabeza gacha y la mirada obediente. Ella era luz, era color, sus gestos flotaban y cortaban el aire así como la respiración de más de uno, que atónito ante tal descaro padecía dicha rebelión. Y así, al principio, cada vez que ella intentó hablar, cada palabra era tapada con un beso que surgía justo en ése preciso instante, y ella creyó que era espontaneidad, casualidad, destino. Luego llegó la violencia enamorada, los ceños fruncidos, y la llamaron loca en secreta envidia. Llegó el llanto emocionado.

Como un animal encadenado que lucha por zafarse de su opresión y tras ver que no lo consigue, dibuja su último aliento y se rinde. Opta por acostumbrarse, por fundirse entre algodones podridos, por desgastarse los dientes y taparse los gritos. Se agarra fuerte a ésa imagen, porque es lo único que le queda, un cojín mullido de esperanza y promesas no compartidas que abrazaba cada noche entre risas efímeras y pasajeras.

En uno de esos domingos en que el sol le besa los ojos y una bandada de aves hace su recorrido con angustiosa sincronización, se cubre con una pamela, y empieza a soñar. Sueña que ha sido un sueño.

Despierta y sigue mintiendo.

domingo, 19 de septiembre de 2010

El olor a pantano de un vals.

Se oye desde la ventana abierta la música de un hombre al piano y el aire se torna denso y oscuro como una mancha de petróleo. Una mancha con cuerpo de arlequín somnoliento y pesaroso sembrado con desdén de frutos venenosos pero apetecibles a la vista.

Dentro de la sala se distinguen dos figuras unidas por un vals bailado a destiempo, con profunda torpeza y más de un pisotón doloroso y punzante. Empieza así una muerte llena de sonrisas y olor a alcohol de taberna con testigos curiosos que miran por la ventana entre susurros, risas y juicios, descorteses, amigables, traidores.

Los pasos de ella  simulan el movimiento de un velo de seda acariciado por el viento en un día gris. Suaves como unos labios. Los de él son graves, rápidos, arcaicos. La mece en el aire, la acuesta, la huele, la mira de cerca le dice "eres mía" y ella sonríe de tristeza y se ata los grilletes al son de la música que danzan y siente que se desprende de su propia piel despacito, con los ojos cerrados y todos los sentidos en silenciosa alerta, agudizados en secreto. Se sabe débil y miente.

De pronto la música no viene de un piano, sino de una pequeña cajita de música con una bailarina atrapada condenada a bailar sobre sí misma eternamente.

Llegó el momento y se palpa ya el sabor ácido, trágico de la absorbencia y la soledad rústica


La Bella cierra los ojos y se deja devorar por El  Bestia, abnegada, muy mujer y poco señora. El Bestia, rudo, clava su dentadura y la orina para marcar territorio para impedir pequeñas catas de traseros del vecindario.

Qué romántico.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Decir adiós en septiembre…

Acaricio promesas en septiembre, con el rostro hierático y una sonrisa fruto del cansancio cosida en las entrañas.
Araño septiembre y lo lloro en un banco de hierro forjado mirando cómo se consume un cigarro.
Me veo hermosa con los párpados hinchados y la entereza contradictoriamente intacta.
Me acurruco en apuestas perdidas, obvio los trasfondos y las sutilezas, y me visto de hojas secas en septiembre.
Me envalentono y me abro y me fundo en la negación de la cobardía.
Le aúllo a  la luna y se me ciegan los ojos, y me supero, me anulo, enloquezco de felicidad y desdicha.
Me lanzo billetes y me vendo a cualquier precio como una puta con el carmín corrido, ojos entreabiertos y labios sabor cerveza.
Insulto, miento, y escupo fotografías en blanco y negro con descaro y luego me devoro como si fuese carcoma.
Me rasco la piel y no ahuyento la culpa, ni el odio, ni el amor, ni el hambre. Me hago humana en septiembre.
Planeo una despedida cruel, me mojo los labios, callo y me vuelvo sumisa, débil, vulnerable, un feto del miedo que va ocupando más espacio en su placenta.

Siempre he odiado septiembre y nunca he creído en las despedidas.